Para comprender a fondo el mensaje de Jesús no basta conocer lo que él dijo y lo que él
hizo. Además de eso, es necesario saber quién fue Jesús de Nazaret. Es decir, se trata
de comprender no sólo sus palabras y sus obras, sino especialmente su personalidad.
Muchas personas tienen una determinada imagen de Jesús, la imagen que mejor
encaja con sus inclinaciones personales y con la propia manera de ver la vida. Por
eso unos se imaginan a Jesús como una especie de ser celestial y divino, que
poco tiene que ver con lo que es un hombre de carne y hueso. Mientras que otros,
por el contrario, se figuran a Jesús como si hubiera sido un revolucionario sociopolítico
o un anarquista subversivo, que pretendió luchar contra la dominación romana en Palestina.
Evidentemente, Jesús no pudo ser ambas cosas. Lo cual quiere decir que por un
lado o por otro se falsea la imagen de Jesús. Pero lo más grave, en este asunto, no es
que se falsifique la imagen de Jesús. Lo más importante es que esa imagen falsificada
determina de manera decisiva la espiritualidad de las personas y su propia comprensión
fundamental del cristianismo. Por eso hay quienes sólo piensan en el dulce Jesús del
sagrario, que les consuela en su intimidad y les mantiene alejados de las preocupaciones
del mundo. Mientras que en el extremo opuesto están los que sólo tienen en su cabeza
al Cristo luchador y violento que golpeaba con su látigo a los comerciantes del templo.
He ahí dos espiritualidades diametralmente opuestas, basadas en dos cristologías también
diametralmente contrarias.
Sabemos que la ley religiosa era la institución
fundamental del pueblo judío. Este pueblo era, en efecto, el pueblo de la ley. Y su
religión, la religión de la ley. De tal manera que la observancia de dicha ley se consideraba
como la mediación esencial en la relación del hombre con Dios. Por eso violar la
ley era la cosa más grave que podía hacer un judío. Hasta el punto de que una violación
importante de la ley llevaba consigo la pena de muerte.
Pues bien, estando así las cosas, el comportamiento de Jesús con relación a la ley se
puede resumir en los siguientes cuatro puntos:
1) Jesús quebrantó la ley religiosa de su pueblo repetidas veces: al tocar a los leprosos
(Mc 1,41 par), al curar intencionadamente en sábado (Mc 3,1-5 par; Lc 13,10-17; 14,1-6),
al tocar los cadáveres (Mc 5,41 par; Lc 7,14).
2) Jesús permitió que su comunidad de discípulos quebrantase la ley religiosa y defendió
a sus discípulos cuando se comportaron de esa manera: al comer con pecadores y
descreídos (Mc 2,15 par), al no practicar el ayuno en los días fijados en la ley (Mc 2,18
par), al hacer lo que estaba expresamente prohibido en sábado (Mc 2,23 par), al no
observar las leyes sobre la pureza ritual (Mc 7,11-23 par).
3) Jesús anuló la ley religiosa, es decir, la dejó sin efecto y, lo que es más importante,
hizo que la violación de la ley produjera el efecto contrario, por ejemplo al tocar a los
leprosos, enfermos y cadáveres. Es llamativo, en este sentido, la utilización del verbo
"tocar" (áptomai) en los evangelios (Mc 1,41 par; Mt 8,15; 14,36; Mc 3,10; 6,56; Lc 6,19;
Mt 20,34; Mc 8,22; 7,33; 5,27.28.30.31 par; Lc 8,47). Las curaciones que hace Jesús se
producen "tocando". Ahora bien, en todos estos casos, en lugar de producirse la
impureza que preveía la ley (cf. Lev 13-15; 2Re 7,3; Núm. 19,11-14; 2Re 23,11s), lo que
sucede es que el contacto con Jesús produce salud, vida y salvación.
4) Jesús corrigió la ley e incluso se pronunció expresamente en contra de ella en más de
una ocasión: al declarar puros todos los alimentos (Mc 7,19) y cuando anuló de manera
terminante la legislación de Moisés sobre el privilegio que tenía el varón para separarse
de la mujer (Mc 10,9 par).
La libertad de Jesús frente a la ley contiene para nosotros una enseñanza fundamental:
el bien del hombre está antes que toda ley positiva. De tal manera que ese bien del
hombre tiene que ser la medida de nuestra libertad. Así fue para Jesús. Y así tiene que
ser también para todos los que creemos en él.
En la sociedad y en el tiempo de Jesús, marginados propiamente tales eran los marginados
por causa de la religión. A esta categoría de personas pertenecían muchos ciudadanos
de Israel: los que no tenían un origen legítimo, como eran los hijos ilegítimos de
sacerdotes, los prosélitos (paganos convertidos al judaísmo), los esclavos emancipados,
los bastardos, los esclavos del templo; los hijos de padre desconocido, los expósitos; los
que ejercían oficios despreciados, como eran los arrieros de asnos, los que cuidaban de
los camellos, los cocheros, los pastores, los tenderos, los carniceros, los basureros, los
fundidores de cobre, los curtidores, los recaudadores de contribuciones, etc.; pero especialmente
se consideraban como impuros, y, por tanto, eran marginados, los "pecadores",
prostitutas y publicanos, y los que padecían ciertas enfermedades, sobre todo los
leprosos; además eran también fuertemente marginados los samaritanos y los paganos
en general. Como se ve, mucha gente, gran cantidad del pueblo estaba "manchada" de
ilegitimidad por una razón o por otra.
Otra vez aquí el comportamiento de Jesús tuvo que resultar, en aquella sociedad, sorprendente,
provocativo y escandaloso. Los evangelios nos informan abundantemente en
este sentido. Cuando le preguntan a Jesús si era él el que tenía que venir (Mt 11,3 par),
ofrece la siguiente respuesta: "Los ciegos ven y los rengos andan, los leprosos quedan
limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y a los pobres se les anuncia la buena
noticia" (Mt 11,5 par).
Aquí se debe destacar la acción sobre los leprosos, porque ellos eran los más marginados
entre los marginados, hasta el punto de que no podían ni tratar con el resto de la
gente, ni siquiera vivir en las ciudades, de tal manera que tenían que pasar la vida a la
intemperie.
Cuando Jesús anuncia su programa (Mt 11,5; Lc 4,18), indica que su ministerio y su
tarea preferente se dirige a los cojos, ciegos, sordos, leprosos, pobres, cautivos y oprimidos.
Lo que Jesús hace con estas gentes no es una simple labor de beneficencia. Es
verdad que Jesús exige, a los que le van a seguir, que den sus bienes a los pobres (Mc
10,21 par; Mt 9,20.22; Le 5,11.18; 18,28; Mt 19,27); y se sabe que en la comunidad de
Jesús existía esta práctica (Mc 14,5.7; Jn 13,29; cf. Lc 19,8). Pero la acción de Jesús va
mucho más lejos: se trata de que los pobres y desgraciados de la tierra son los privilegiados
en el Reino. Teniendo en cuenta que, en todos estos casos, no se trata de pobres
"de espíritu" (ricos con el corazón despegado de tos bienes), sino de pobres reales, las
gentes más desgraciadas de la sociedad. En el banquete del reino de Dios entran "los
pobres, los lisiados, los ciegos y los rengos", no además de los que tienen campos y
yuntas de bueyes, sino en lugar de ésos (Le 14,15-24). Y Jesús recomienda que cuando
se dé un banquete, se invite precisamente a los pobres (Lc 14,12-14), es decir, con ellos
es con quienes debe estar nuestra solidaridad.
Por lo demás, sabemos que Jesús proclama dichosos a los pobres (Mt 5,3; Le 6,20).
Pero en este caso se trata de los discípulos que toman la opción de compartir con los
demás.
Si ahora hacemos un balance de todo lo dicho, el resultado es ver con
claridad la sorprendente personalidad de Jesús. Esta personalidad está marcada por tres
características: su originalidad, su radicalidad y su coherencia.
La originalidad de Jesús se advierte claramente si se tiene en cuenta que él no se adaptó
ni se pareció a ninguno de los modelos existentes en aquella sociedad. Me refiero a los
modelos establecidos de acercamiento a Dios. El, en efecto, no fue funcionario del
templo (sacerdote), ni piadoso observante de la ley (fariseo), ni asceta del desierto
(esenio), ni revolucionario violento en la lucha contra la dominación romana (zelota).
Jesús rompe con todos los esquemas, salta por encima de todos los convencionalismos. no se dedica a imitar a nadie. De tal manera que su personalidad es irreductible a
cualquier modelo humano. Esta originalidad tiene su razón de ser en el profundo misterio
de Jesús. Porque en él es Dios mismo quien se manifiesta y quien se da a conocer.
"Quien me ve a mí está viendo al Padre" (Jn 14,9). Ver a Jesús es ver a Dios. Por eso,
en la medida en que Dios es irreductible a cualquier modelo humano, en esa misma
medida Jesús rompe todos los esquemas y está por encima de todos los modelos
preestablecidos. Y ésa es la razón por la que Jesús nos sorprende constantemente y
hasta nos desconcierta con demasiada frecuencia. Es mas, si Jesús no nos desconcierta
ni nos sorprende, seguramente es que hemos intentado adaptarlo a nuestros esquemas
simplemente humanos, a nuestros sistemas de interpretación y a nuestros convencionalismos.
Todo encuentro auténtico con Jesús comporta la sorpresa y hasta el desconcierto.
Porque su originalidad es absolutamente irreductible a todo lo que nosotros podemos
saber y manejar
Y por último, su coherencia. Me refiero a la coherencia con el plan de Dios. Todo en
Jesús fue coherente porque todo estuvo en él determinado por su profunda experiencia
de Dios, hasta el punto de que Dios mismo se reveló en Jesús, en su persona, en su vida
y en sus actos. En los hombres muchas veces falla esta coherencia. Porque se entregan
a Dios de tal manera que eso entra en conflicto con el bien del hombre (a veces se ha
llegado a torturar y matar por fidelidad a Dios); o por el contrario, se entregan a ciertas
causas humanas olvidándose de Dios y marginando a Dios. En Jesús nada de esto ocurrió:
él fue absolutamente fiel al Padre y absolutamente fiel al hombre. Una fidelidad le
llevó a la otra. Porque sabía muy bien que cuando una de esas dos fidelidades falla, se
termina absolutizando lo relativo, lo cual es tanto como caer en el fanatismo y quizá en la
barbarie.
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